Vampir Killing Kits
(Extracto revista Enigmas n.225)
Las historias de terror y superstición que envolvieron el este de Europa provocaron a los viajeros que emprendían rumbo a esas tierras completar su equipaje con un arsenal, que si bien rudimentario, era de eficaz protección contra las bestias de ultratumba que se saciaban de la sangre de los mortales. Un espejo para identificarlos, una cruz para repelerlos y una estaca que hundir en el corazón y matarlos, constituían parte esencial de los maletines.
UN ESPEJO PARA IDENTIFICARLOS,
UNA CRUZ PARA REPELERLOS Y
UNA ESTACA PARA MATARLOS.
En el siglo XVIII eclosionó en Europa Oriental una auténtica histeria hacía los denominados vampiros, de los que después se apropiaría la literatura, tanto para transformar su realidad como para acrecentar la magnitud del mito. Sucesos documentados sobre presuntos ataques de infestados, más aún en zonas rurales donde la superstición era profunda, y campesinos que afirmaban haber presenciado a los difuntos quebrar sus tumbas en los camposantos, fueron signos evidentes que explican el pánico que se apropió del inconsciente colectivo en una época asediada de devastadoras epidemias a las que se les trataba de dar respuesta. La simple sospecha de que un fallecido pudiera transmutarse en monstruo era motivo suficiente para desenterrarlo. Algunos cuerpos aparecían incorruptos en sus sepulturas, con piel tersa y si bien, pálida, traslucían sangre circulando por las venas; pruebas irrefutables de estar ante un no muerto bebedor de sangre. Las teorías más racionales también hicieron acto de presencia, buscando soluciones al aspecto característico de los señalados como vampiros, puesto que no serían más que fallecidos por alguna causa patológica específica o bien, pobres desgraciados por un entierro prematuro, nada extraño en aquellos tiempos. Además, los acusados en vida como no muertos, sólo serían víctimas de enfermedades como la porfiria o la anemia, causante de una severa palidez, semblante desnutrido y fatiga respiratoria, infecciones provocadas en gran mesura por las plagas de ratas, como la peste, o incluso, lesionados por patologías de origen psiquiátrico. Pese a todo, el pánico no logró detenerse, y las profanaciones para exhumar cadáveres y acometer los rituales de exterminación corrieron como la pólvora. «Cuando un joven virgen montado sobre un caballo negro nunca emparejado, cruce por un cementerio y no se atreva a atravesar una sepultura, allí descansará un vampiro»; escribió el erudito benedictino francés y coetáneo de la época, Agustín Calmet, en su tratado sobre vampiros titulado Disertaciones sobre las apariciones de ángeles, demonios, espíritus, resucitados, y vampiros de Hungría, Bohemia, Moravia y Silesia, para determinar un modo de detectar a un no muerto. (...)